Obras completas de M. Luisa Bombal Tomo 1 La última niebla by María Luisa Bombal

Obras completas de M. Luisa Bombal Tomo 1 La última niebla by María Luisa Bombal

autor:María Luisa Bombal [Bombal, María Luisa]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 978-956-12-2906-8
editor: Zig-Zag
publicado: 2016-05-04T00:00:00+00:00


Lo que de aquel horrible drama pudiese herir a su mujer, fue lo único que afectara a Alberto desde el primer momento; el resorte que lo hiciera automáticamente precipitarse, no hacia Silvia fulminada, sino hacia la puerta de su propio dormitorio, con el fin de impedir a María Griselda todo acceso a la desgracia que sin querer ésta había provocado.

–¡Venga, mamá, que no la puedo hacer volver! ¡Venga, por Dios!

Ella había acudido. Y una vez dentro del cuarto se había acercado con odio y sigilo hasta el borde del gran lecho conyugal, indiferente a las frases de estúpido apremio con que la hostigaba Alberto.

¡María Griselda! Estaba desmayada. Sin embargo, boca arriba y a flor de las almohadas, su cara emergía serena.

¡Nunca, oh, nunca había ella visto cejas tan perfectamente arqueadas! Era como si una golondrina afilada y sombría hubiese abierto las alas sobre los ojos de su nuera y permaneciera detenida allí en medio de su frente blanca. ¡Las pestañas! Las pestañas oscuras, densas y brillantes. ¿En qué sangre generosa y pura debían hundir sus raíces para crecer con tanta violencia? ¡Y la nariz! La pequeña nariz orgullosa de aletas delicadamente abiertas. ¡Y el arco apretado de la boca encantadora! ¡Y el cuello grácil! ¡Y los hombros henchidos como frutos maduros! Y...

...Como debiera por fin atenderla en su desmayo, ella se había prendido de la colcha y echándola hacia atrás, destapado de golpe el cuerpo a medio desvestir. ¡Ah, los senos duros y pequeños, muy apegados al torso, con esa fina vena azul celeste serpenteando entremedio! ¡Y las caderas redondas y mansas! ¡Y las piernas interminables!

Alberto se había apoderado del candelabro, cuyos velones goteaban, y suspendiéndolo, insensato, sobre la frente de su mujer.

–¡Abre los ojos! ¡Abre los ojos!... –le gritaba, le ordenaba, le suplicaba. Y como por encanto, María Griselda había obedecido, medio inconsciente. ¡Sus ojos! ¿De cuántos colores estaba hecho el color uniforme de sus ojos? ¿De cuántos verdes distintos su verde sombrío? No había nada más minucioso ni más complicado que una pupila, que la pupila de María Griselda.

Un círculo de oro, uno verde claro, otro de un verde turbio, otro muy negro, y de nuevo un círculo de oro, y otro verde claro, y... total: los ojos de María Griselda. ¡Esos ojos de un verde igual al musgo que se adhiere a los troncos de los árboles mojados por el invierno, esos ojos al fondo de los cuales titilaba y se multiplicaba la llama de los velones!

¡Toda esa agua refulgente contenida allí como por milagro! ¡Con la punta de un alfiler, pinchar esas pupilas! Habría sido algo así como rajar una estrella...

Estaba segura de que una especie de mercurio dorado hubiera brotado al instante, escurridizo, para quemar los dedos del criminal que se hubiera atrevido.

–María Griselda, ésta es mi madre –había explicado Alberto a su mujer ayudándola a incorporarse en las almohadas.

La verde mirada se había prendido de ella y palpitado, aclarándose por segundos... Y de golpe ella había sentido un peso sobre el corazón. Era María Griselda que había echado la cabeza sobre su pecho.



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